El camino que separaba nuestra casa de la iglesia era breve. Apenas unos metros. Pero siempre, siempre, me llevabas de la mano. Incluso ya siendo algo más mayor cuando podría parecer que empezaba a tener una edad en la que cualquier niño pretendía ser mayor de lo que realmente era y una absurda vergüenza nos quiere alejar a todos de la protección de nuestros padres solo por pretender ser adulto, ese camino lo hacía de tu mano. Recuerdo entrar en la iglesia y que, aunque íbamos saludando a conocidos y amigos que seguramente veíamos revestidos ya con la túnica y solo de año en año, tu obsesión era ir a rezarle a nuestros titulares. Nervios, emoción y responsabilidad. Sí, responsabilidad transmitida a un niño que sentía la misma responsabilidad que su padre le inculcaba sin necesidad de decir una palabra. Recuerdo ser consciente de la trascendencia del rito que íbamos a cumplir, del rito que antes habían transmitido mis abuelos a mis padres y que mis abuelos habrían aprendido de sus padres mismos.
Recuerdo ir más adelante en la fila, al principio del tramo
e ir en las filas con todos mis primos. Mis tíos en la cofradía también, unos
con cirio, otros con una canastilla, otros con una vara... Pero todos salíamos.
Aquello era, es aún, una cuestión trascendente, una cuestión de tradición
familiar aprendida por imitación, transmitida como herencia y, como he dicho, sin necesidad de mediar apenas una palabra sobre lo que ocurría.
Las semanas previas en casa era una sucesión de rituales,
una liturgia que no por repetida año a año perdía un ápice de solemnidad y gravedad.
Y es que sin duda durante las últimas semanas en casa se respiraba una tensa
calma, mantenida, alimentada por la inquietud y el afán por que todo estuviera
listo y preparado. Un dobladillo que hacía falta sacar, un capirote que no aparecía
o un escudo que había que volver a coser. Limpiar zapatos, comprar caramelos,
ir al peluquero los días antes… Pero si había un día crucial en el calendario
de esa liturgia ese era el día de ir a por las papeletas.
Llegábamos a la casa de hermandad, aquella casa de hermandad
aún pequeña, modesta y humilde. El saludo ceremonioso a muchos hermanos que
volvías a ver con una mezcla entre cariño y respeto. Las mismas frases cada año
de los secretarios y los mayordomos: ¿cirio niño o cirio hombre? Y esa sonrisa
orgullosa que recuerdo en mí aquel primer año que el cirio era mayor que yo mismo.
¿Cristo o Virgen? Y tu respuesta, siempre la misma: en casa somos de la Virgen.
Somos de la Virgen pero sin embargo en el salón la imagen
que presidía, la imagen que se veía al entrar en casa era la del Cristo. Y sé
que en la familia éramos de la Virgen porque con Ella querían ir poquitos
hermanos y “a Ella no se le puede dejar que vaya solita”.
Y todos los años la misma pregunta que creo que hacíamos
todos los hermanos de cualquier cofradía al sacar la papeleta de sitio: ¿he bajado muchos números? Y esa
sonrisa de felicidad cuando nos decían cuánto habíamos bajado en la lista de la
hermandad.
Y mamá, cuando aún no podían salir las mujeres, como muchas
madres hicieron y aún hacen, preparaba con amor todo lo que necesitábamos: las
túnicas, lavadas y planchadas; la ropa preparada; el almuerzo,
listo temprano para que pudiéramos estar a tiempo; la merienda para todos los
primos de la familia, en su momento; y al llegar a casa, la cena y a la cama. Muchos no saben del esfuerzo que hacen la madres. y deberían.
Recuerdo cuando ya no podía prepararnos las túnicas aunque
sí que las supervisaba y revisaba de la misma manera, ni podía prepararnos la ropa,
ni la comida ni la cena y éramos nosotros ahora que ella necesitaba de nuestros
cuidados, procurando devolverle todo el amor que de ella recibimos, los que intentábamos
que no le faltara de nada, devolverle todo lo que de ella habíamos recibido
mientras estuvo con nosotros. Hasta que llegó el año en el que ya dejó de estar
para revisar esas túnicas y decirnos que las repasáramos de nuevo de plancha.
También recuerdo cuando dejaste de vestir la túnica y,
aunque acompañabas durante todo el recorrido a la hermandad, qué raro echar la
vista atrás en el tramo y no verte en las filas. Sé que te vería en la calle.
Varias veces. Preocupado por si nos faltaba algo. Necesitando ver a tu Cristo y
a tu Virgen. Pero ya tu túnica se quedaba guardada.
Aún así te gustaba repetir el rito de ir a por nuestras
papeletas y cuando dejaste de hacerlo por la edad siempre preocupado por que no
se nos fuera a pasar la fecha, por saber dónde íbamos a ir para buscarnos en
las filas. Era una pregunta retórica, lo sabías perfectamente: íbamos con la
Virgen, pegados a Ella, porque “a Ella no se le puede dejar que vaya solita”.
Nunca dejé de avisarte de cuando iba a por la papeleta, de
dónde iba a ir y de preguntarte dónde nos ibas a ver. Nunca hasta este año en
el que ya no he podido llamarte para decirte que ya tenía la papeleta, no he
podido preguntarte dónde nos verías ni decirte que iba, como siempre, en el
último tramo pegado a Ella porque ahora vuelves a ser tú el que está pegadito a
Ella para siempre. ¡Qué suerte la que tenemos los que tenemos esa fe en formar
parte de esos tramos que estarán con Ellos para toda la vida!
Recuerdo en los últimos meses cuando ya tenías que pasar
demasiado tiempo en el hospital, cómo durante una de aquellas estancias una
tarde hablabas de la preocupación del legado que dejabas en la vida. Tu
preocupación no era por dejar un legado material, sino si dejabas unas buenas
personas en tus hijos y tus nietos. Esa era tu preocupación. Y no sé si puedo decir
que yo sea buena persona. Pero sí que puedo decir que intento parecerme a ti. Ese
es el legado que dejas en mí: el querer, día a día, ser buena persona como tú
lo fuiste.
Y con la edad que uno va teniendo recuerdo de nuevo la
pregunta de ¿cuántos números he bajado? Y ya no sonrío cuando poco a poco voy
bajando números en la lista de la hermandad. Por cada número que bajo hay un
hermano que falta en la fila de mi tramo. En eso cada vez hay menos motivo para la alegría. Ojalá aún pudiera ir yo al principio del
tramo, y mirar atrás y verte al final del tramo, pegadito a Ella, porque “a
Ella no se le puede dejar que vaya solita”.
Foto: Gyula Halász 'Brassaï'